La familia de Pablo Escobar en la Argentina: cambiaron sus nombres, inventaron una vida basada en una telenovela y terminaron presos

Antes de correr descalzo sobre el tejado de un modesto chalet en el barrio Los Olivos de Medellín, antes de caer acribillado por las balas del mayor Hugo Aguilar el 2 de diciembre de 1993, antes del final Pablo Escobar Gaviria había escrito una carta a su esposa.

País 23 de noviembre de 2019 Oscar A Canavese Oscar A Canavese
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El capo del Cartel de Medellín, desde su escondite, quiso tranquilizar a Victoria Eugenia Henao que estaba con sus dos hijos, Juan Pablo y Manuela, y se sentía sola frente al mundo: “Nosotros vamos a golpear las puertas de todas las embajadas del mundo porque estamos dispuestos a luchar sin descanso, porque queremos vivir en otro país, sin guardaespaldas y, ojalá, sin nombre cambiado”, escribió el narco sobre ese futuro aun incierto que se avecinaba.
Nunca pudo saberlo, pero desde el mismo instante que cayó fulminado la vida de su familia se transformó en una nueva pesadilla. Fueron parias en un mundo que rechazaba al apellido Escobar, ligado al tráfico de drogas, la violencia, las muertes y los atentados.
Embargaron sus propiedades, el Cartel de Cali amenazó a sus hijos, congelaron parte de su dinero, y tuvieron que salir de Medellín porque los enemigos de Pablo podían buscar venganza. 
Victoria supo que el apellido era una cruz que no podía cargar el resto de su vida. Empezó entonces a suplicar en cada embajada un visado para poder dejar Colombia. Diecisiete países los rechazaron. Volaron a España y a Alemania, y las autoridades no los dejaron salir del aeropuerto. Volaron a Mozambique en África, pero Victoria entendió que no era el lugar para criar a sus hijos. Finalmente llegó la Argentina y la posibilidad de una nueva vida, con otros nombres y otro pasado. Una vida de exiliados y proscriptos escondidos en el anonimato.
Victoria pasó a llamarse María Isabel Santos Caballero, Manuela sería Juana y Juan Pablo sería Juan Sebastián Marroquín. Inventaron una historia familiar para sobrevivir.

“Cuando salimos de Colombia estaba en furor la novela Café con aroma de mujer, así que decidimos basarnos en ella para ‘armar’ la historia que le contaríamos a la gente. Así, cuando nos preguntaran, éramos colombianos, oriundos de Manizales, dedicados al cultivo del café, habíamos tenido que dejar el país por amenazas de secuestro y mi marido, Emilio Marroquín, había muerto en un accidente de tránsito.A partir de entonces, todas las noches nos reuníamos e íbamos recreando esa historia con más detalles conforme los necesitábamos”, recordó en su libro Pablo Escobar: mi vida y mi cárcel, la viuda del narco.

Allí relató con precisión su llegada al país austral el 24 de diciembre de 1994. La primera nochebuena sin Pablo, en un centro comercial de Buenos Aires entre gente feliz que no podía imaginar que la familia del jefe del Cartel de Medellín cenaba en la terracita del lugar.
Cuatro años vivieron fingiendo ser otros, creyendo que finalmente esa nueva identidad les iba a dar la paz que nunca habían tenido. Pero la tranquilidad duró poco: el 16 de noviembre de 1999, Victoria y su hijo mayor fueron apresados: un fiscal los acusó de blanqueo de dinero y asociación ilícita. 
El apellido Escobar volvió a la primera plana de los diarios. El pasado ya no podía ocultarse. De aquel noviembre negro en que volvió a llamarse Escobar, Victoria recordó cada detalle en su estremecedor libro.
Enel capítulo 10 completo, titulado “Argentina: una segunda oportunidad”, relató sus días de falsa identidad, rechazo social y prisión. Comenzó con el mismo instante en que en noviembre de 1999 fue detenida:
En el primer receso llamé a la casa como siempre lo hacía cuando iba a clase de coaching por las noches, pero esta vez nadie contestó a pesar de que allá estaban mi madre, Juana y la enfermera. Aunque me pareció raro, decidí esperar que terminara la jornada. No podía concentrarme porque desde el fin de semana estaba preocupada por las llamadas amenazantes de los abogados del contador, quienes decían que si no nos íbamos de Argentina y les dejábamos todo, revelarían nuestras nuevas identidades.
Finalmente dieron las once de la noche y la clase terminó. Insistí en llamar a casa, pero seguían sin contestar. Una compañera se ofreció a llevarme y me dejó en la entrada principal del edificio de la calle Jaramillo 2010, del barrio de Núñez, al norte de Buenos Aires, donde vivíamos hacía dos años. Subí al apartamento 17N, pero cuando toqué el timbre la empleada se asomó por la puerta lateral, no la principal, e hizo señas desesperadas para que me fuera.
Di media vuelta y caminé hacia el elevador, pero uno de mis perros se salió. Lo alcé y bajé asustada al primer piso. En el hall del edificio lo único que se me ocurrió fue entrar al salón social y meterme a uno de los baños. Saqué el celular y llamé a la notaria.

—Algo raro está pasando en mi apartamento, le dije angustiadísima. La empleada me dijo que me fuera. No sé quiénes están, por favor llama al abogado y que avise en Colombia por si nos pasa algo. He tratado de llamarlo varias veces, pero no contesta. Por favor, ayúdame.
Colgué y en medio de la tribulación decidí que lo mejor era salir del edificio por la puerta trasera. Cuando llegué a la salida le timbré varias veces al portero, pero no abría. Insistí, pero en segundos estaba rodeada de policías federales que gritaban:
—¡Alto ahí! ¡Las armas! ¡Las armas!
—¿Cuáles armas?, respondí aterrada. Es un perro y mi maletín.
Les mostré que solo llevaba libros y papeles. Ahí me di cuenta de que estaban más asustados que yo.
—"Subamos al apartamento señora", dijeron sin dejar de apuntarme.
Cuando entré, vaya sorpresa la que me llevé. Varios policías llevaban algunas horas esculcando y buscando “algo” que realmente no sabían qué era. Mi mamá, de visita en aquellos días, estaba aterrada. Juana, que justo había invitado a una amiga aquella noche a dormir en casa, estaba en su cuarto sin entender lo que pasaba. Ángeles (novia y luego esposa del hijo de Escobar) y Sebastián —que habían llegado hacía poco porque los había invitado a cenar— vigilaban a los policías mientras hacían la requisa, para evitar que no fueran a meter droga en algún lugar y luego dijeran que la habían encontrado en casa. Ya varios casos de ese tipo se habían dado en Argentina.
Le pregunté a Sebastián qué pasaba y uno de los policías respondió que estábamos detenidos por falsedad de documentos. Los agentes no sabían muy bien qué hacer, pedían un papel y luego otro, pero se notaba que no tenían claro el objetivo de todo aquello. En ese momento me calmé un poco y dije que me iba a bañar y a cambiarme de ropa. Me encerré de nuevo en el baño y volví a llamar a la notaria y al abogado.
Alisté algo de dinero, mis documentos y mi cepillo de dientes y me dispuse para irnos. Después de varias horas de allanamiento, me dijeron que no me asustara, que era solo una indagación. Me preocupaba más la angustia por la que estaban pasando mi mamá y Juana, y cómo íbamos a explicarle a los papás de la amiga de mi hija la presencia de la policía en casa. Pensé en el contador. Sin duda estaba detrás de todo aquello. ¿Hasta dónde llegaba la codicia desmedida de una persona a la que no le importaba destruir una familia por dinero?
Mientras aquello sucedía, en la televisión transmitían en directo la detención de “La viuda blanca”. Todos los canales daban la noticia de último minuto.

Ángeles se despidió de Sebastián muy afligida porque la policía no quiso contestarle adónde nos trasladaban. Enseguida bajamos. Nos metieron en patrullas separadas y nos llevaron, manejando como locos y en contravía por la avenida Libertador, a la Unidad Antiterrorista de la Policía Federal Argentina, Cavia 3302 Buenos Aires, cerca de la avenida Figueroa Alcorta. A las patrullas las seguían un sinnúmero de carros que hacían sonar sus sirenas; parecía una película. Ángeles envió a la empleada de servicio en un taxi para poder saber dónde nos dejaban.
Sebastián me contó que estuvo a punto de lanzarse del carro porque temía que no fueran policías de verdad, pues el primero que se le acercó a notificarlo de que quedaba detenido estaba en evidente estado de embriaguez y su chapa de policía era de tan mala calidad que parecía falsa.
Después de discutir con los agentes sobre qué identidades anotarían en su registro de ingreso de detenidos, nos quitaron el dinero, los papeles y el cepillo de dientes. Nos querían obligar a firmar con nuestros nombres originales, Escobar Henao, mientras mi hijo y yo les decíamos que nuestra identidad legal era la actual, Marroquín Santos. Si firmábamos con nuestros antiguos nombres, eso sí podría ser considerado falsedad de documentos. Eran cerca de las cinco de la mañana del 16 de noviembre de 1999. Enseguida nos metieron en unas celdas con barrotes, piso de cemento, amplias. Cada uno en una.
Yo estaba tranquila en cuanto a lo de falsedad de documento porque el cambio de identidades había sido legal en Colombia. Además, yo era la estafada y extorsionada por el contador y sus abogados y ya los había denunciado. Si éramos las víctimas, ¿por qué estábamos encerrados?
De manera que creí que aquello solo iba a ser un trámite de tres días, a lo mucho. No tenía idea de lo que se nos venía encima. La luna de miel que había comenzado cuando llegamos a Argentina, estaba a punto de terminar.
Los primeros días en Buenos Aires
A las tres de la mañana del 24 de diciembre de 1994 entramos al Hotel Bahuen Suite, en la avenida Callao 1856, en el corazón de Buenos Aires. Alfredo Astado lo había reservado apenas le avisamos que no nos quedaríamos en Mozambique. El sitio me pareció desolador y oscuro. Más tarde habría de saber por qué no me gustó: había sido el centro encubierto de operaciones de la Secretaría de Inteligencia del Estado, SIDE.
Decidí que no nos quedaríamos. Después de un día y medio de viaje, y a pesar de la hora, nos fuimos con Sebastián a buscar algo mejor. Subimos a un taxi y le pedimos al conductor que nos llevara a un apart hotel bien ubicado. Un rato después nos dejó en la calle Guido, en Recoleta, frente a un edificio antiguo donde encontramos un lugar con salita, cocineta y dos habitaciones. Era lo que buscábamos. Pagamos un mes por adelantado. Teníamos un lugar seguro por lo menos para los siguientes treinta días, lo que nos parecía una eternidad. Hacía una década vivíamos como nómadas, sin saber dónde estaríamos la siguiente noche.
Ya juntos los cuatro, dormimos todo el día hasta que Astado llamó a las cinco de la tarde. Por el cambio de horarios creíamos que el 24 ya había pasado, pero no, era la Nochebuena de 1994. Había pasado un año desde la muerte de Pablo y sentíamos una profunda tristeza. Nos repartimos las cartas de Navidad, una tradición familiar, un ritual que todavía conservamos. A pesar de la aflicción, salimos a caminar la ciudad decorada y entramos al centro comercial Buenos Aires Design, repleto de gente feliz. Nadie sospecharía jamás que la familia de Pablo Escobar estaba en ese lugar. Nos sentamos en una mesa de las terrazas del lugar y cenamos. Puse el poco de fuerza y el amor que me quedaban para acompañar la incertidumbre y finalmente logramos pasar un rato afectuoso y lindo. Seguíamos con nuestra premisa de vida: un día a la vez.

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