Cuál es el problema con la Constitución chilena y por qué una reforma total podría aplacar las protestas

Además de establecer un marco legal, la carta magna sancionada en 1980, durante la dictadura de Augusto Pinochet, se convirtió en el símbolo de un Estado refractario al cambio. Hacer una “desde cero” parece la única esperanza de la dirigencia para poner fin al estallido que sacude a Chile

País 01 de diciembre de 2019 Oscar A Canavese Oscar A Canavese
chile constitucion

A diferencia de otros golpes de Estado en la historia chilena y latinoamericana, el del 11 de septiembre de 1973 se propuso fundar un nuevo orden. Los sectores dominantes y buena parte de las capas medias coincidieron en que había que abortar por la fuerza el proceso revolucionario que había iniciado Salvador Allende en 1970, y en que había que generar las condiciones para nadie volviera a intentar algo parecido en el futuro.
Sancionar una constitución no sólo servía para darle cierta legitimidad a un régimen que había asesinado y desaparecido a miles de personas. También tenía sentido para garantizar la perdurabilidad de las profundas reformas económicas y políticas que implementó.
Una comisión de expertos designados por la Junta Militar que encabezaba el general Augusto Pinochet redactó en 1980 la Constitución Política de la República de Chile, que reemplazó a la de 1925. Fue ratificada el 11 de septiembre de ese año en un controversial plebiscito, considerado fraudulento por quienes estaban en contra.
 

 
Lo curioso es que tras el retorno de la democracia en 1990, tanto los actores políticos y sociales que habían apoyado a Pinochet como los que se opusieron a él estuvieron de acuerdo en mantener la Constitución de 1980. El crecimiento económico que había logrado el modelo de mercado promovido por la dictadura y el recuerdo de los traumáticos años previos al golpe persuadieron a la clase política de que lo mejor era no innovar demasiado.
Con el correr de los años se fueron haciendo muchas reformas parciales que cambiaron su fisonomía y la despojaron de sus elementos menos democráticos. Pero nunca se avanzó en la discusión de una nueva constitución. Michelle Bachelet tuvo la iniciativa en la parte final de su segundo gobierno, pero ya había perdido mucho respaldo y se limitó a enviar el proyecto al Congreso.
 

Ahora, la peor crisis social y política desde el retorno a la democracia consiguió lo que un par de años atrás parecía impensable: que casi todo el arco político coincida en la necesidad de redactar una constitución “desde cero”. Luego de que el presidente Sebastián Piñera anunciara que estaba dispuesto a discutir una reforma, el oficialismo acordó con la oposición en el Congreso realizar en abril de 2020 un plebiscito en el que se le preguntará a los ciudadanos si quieren una nueva carta magna.
Es lógico. La furia callejera que se ve desde hace un mes y medio expresa el rechazo de gran parte de la sociedad chilena al orden político y económico vigente. Más allá de todos los avances experimentados por Chile en estas décadas, la mayoría cree que el sistema es injusto e ilegítimo.
Pero es una gran incógnita si el proceso constituyente servirá para aplacar el descontento. Las protestas perdieron número en las últimas semanas, pero todos los días se ven escenas caóticas protagonizadas por grupos sin representación política, cuyos objetivos son inciertos.
 
 
Entre la estabilidad y la democratización
“La Constitución fue creada en dictadura por un pequeño grupo de partidarios del régimen de Pinochet. Fue aprobada a través de un plebiscito fraudulento, desarrollado en plena vigencia de regímenes de excepción y supresión de derechos civiles. Por tanto, carece de legitimidad en su origen. Se trata de un marco jurídico que institucionalizó las transformaciones estructurales implementadas con fuerza desde 1975, a través de las políticas económicas propuestas por los llamados Chicago Boys. Consagra el sistema de libre mercado como principio constitutivo, dentro de un Estado subsidiario. La libertad de elección e individual se antepuso a los derechos sociales, lo que tiene enormes implicancias en nuestra organización social”, sostuvo Viviana Bravo Vargas, doctora en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México, en diálogo con Infobae.
Para entender la Constitución chilena hay que leer a Jaime Guzmán, el cerebro jurídico del régimen de Pinochet. Este abogado constitucionalista, fundador de la Unión Demócrata Independiente (UDI), fue miembro de la Comisión Elaboradora del Anteproyecto Constitucional y es considerado uno de los principales ideólogos del texto final.
En un artículo titulado “El camino político”, publicado en diciembre de 1979 en la Revista Realidad, expuso con claridad los lineamientos políticos del orden en gestación. "Si llegan a gobernar los adversarios, (que) se vean constreñidos a seguir una acción no tan distinta a la que uno mismo anhelaría, porque —valga la metáfora— el margen de alternativas que la cancha imponga de hecho a quienes juegan en ella, sea lo suficientemente reducido para hacer extremadamente difícil lo contrario”, escribió.
 
 
La idea, como se puede apreciar en la cita, era limitar al máximo la posibilidad de un cambio político brusco. “Conforme a la nueva mentalidad, la importancia de quién gobierne en el futuro no desaparece, pero se atenúa considerablemente, porque las posibilidades de triunfo se circunscribirían a tendencias moderadas y relativamente similares entre sí”, agregó Guzmán, que sería asesinado en un atentado perpetrado por el Frente Patriótico Manuel Rodríguez en 1991.
El jurista apuntaba a evitar por todos los medios que se repitiera la experiencia de Allende, que tras ganar las elecciones de 1970 con el 36% de los votos, avanzó con un programa de gobierno revolucionario, sin preocuparse por buscar consensos. Es cierto que todos los sistemas republicanos tienen mecanismos contramayoritarios —el más obvio es el Poder Judicial—, que buscan evitar que los representantes de la mayoría impongan una tiranía que someta a la minoría. Pero las disposiciones incluidas en la Constitución chilena iban más allá de lo razonable y terminaban vulnerando principios básicos de la representación democrática.
El mejor ejemplo era la existencia de senadores designados y vitalicios. Los primeros eran nueve, elegidos por distintas instituciones, como las tres ramas de las Fuerzas Armadas y Carabineros. Y los segundos eran los ex presidentes, empezando por el propio Pinochet, que no sólo era considerado un presidente legítimo por la Constitución, sino que esta llevó su firma hasta 2005.

“La Constitución de 1980 fue promulgada en forma fraudulenta, en la medida que no existían registros electorales, dado que habían sido quemados por la dictadura. Contiene normas sobre ‘terrorismo’ que contradicen lo pertinente del derecho penal, y normas sobre nacionalidad y ciudadanía que infringen los derechos humanos existentes en tratados firmados por Chile. Valida un sistema corporativo que desacredita la política y asigna esta actividad a grupos intermedios o ‘gremios’. Protege la no interferencia estatal en materia de derechos, pero no garantiza la igualdad en materia de acceso al empleo, a la salud y a la educación, por lo cual deja a los ciudadanos indefensos frente a los abusos de los Fondos de Pensiones (AFP) y de las Instituciones de Salud (ISAPRES)”, dijo a Infobae el sociólogo Francisco Zapata, profesor de El Colegio de México.
Una de las reglas que acompañó a la Constitución en los primeros años de democracia y que estaba claramente pensada para dificultar las innovaciones políticas era el sistema electoral binominal, único en el mundo. Establecía que por cada circunscripción se elegían dos diputados, de modo tal que se las repartían oficialismo y oposición, quedando con la misma representación. La única forma de que una misma fuerza se quedara con ambos escaños era obteniendo una ventaja muy holgada.
 
 
La Constitución entró en vigor el 11 de marzo de 1981 y Pinochet fue declarado presidente por un mandato de ocho años. En 1988, en un histórico plebiscito, el 56% de los chilenos rechazó que el dictador continuara otros ocho años en el poder, y así se abrió la transición. Al año siguiente, se realizó la primera de muchas reformas constitucionales. Fue la condición de los partidos políticos democráticos para reconocerla como legítima, a pesar de que había sido aprobada por un gobierno ilegítimo.
Durante la presidencia de Ricardo Lagos (2000 — 2006) se eliminaron los senadores designados y vitalicios, y se le concedió al presidente la atribución de remover al comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, que perdieron el papel tutelar que habían mantenido hasta ese momento. En 2014 se dio otro paso importante en la democratización del país, que fue la eliminación del binominal, y en 2017 se eligieron los primeros diputados por medio de un sistema proporcional.
“Empezamos a cambiar la Constitución de Pinochet desde que terminó su mandato. Hubo importantes modificaciones en 1989 y decenas de evoluciones en los años sucesivos, que incluyeron incluso un cambio de firma en 2005. Se suponía que eso terminaba con sus enclaves autoritarios más profundos. Pero lo que no pudimos cambiar nunca fue la camisa de fuerza que nos impuso, que es la cantidad de trampas que instaló para impedir el cambio. Por qué postergamos esa discusión 30 años es una pregunta difícil. Pero puedo afirmar que ese malestar difuso es el que está detrás del descontento masivo y del abrumador apoyo a la propuesta de discutir una nueva constitución desde una hoja en blanco”, explicó Patricio Hidalgo, profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad Alberto Hurtado, consultado por Infobae.
 

Nueva constitución, ¿nuevo orden?
La Constitución de 1980, con las sucesivas reformas que la hicieron aceptable para un régimen democrático, cumplió en buena medida con las aspiraciones de Guzmán. La dificultad para realizar cambios profundos explica que los distintos gobiernos hayan mantenido una serie de políticas de Estado que dieron previsibilidad a los actores económicos.
Esta es una de las razones del crecimiento sostenido que hizo de Chile el país con mayor PIB per cápita de América Latina. Pero el precio en términos políticos fue demasiado alto. La rigidez extrema de un sistema que promueve la generación de riqueza, pero descuida la igualdad y la contención social, fue generando una mezcla de malestar con resignación en gran parte de la población.
“A comienzos de la década de 2000, Chile se presentaba como una sociedad políticamente estable, con crecimiento económico y en proceso de resolución de sus conflictos sociales. Pero problemas estructurales como la concentración de la riqueza, la formación de bolsones de pobreza irreductibles o los altos niveles de endeudamiento de los sectores populares y las clases medias, quedaron subsumidos. La elite política no ponderó adecuadamente la gravedad de esos problemas, ni siquiera cuando se iniciaron las movilizaciones sociales en 2006, que coincidieron con crecientes niveles de desafiliación electoral”, dijo a Infobae Igor Goicovic Donoso, profesor del Departamento de Historia de la Universidad de Santiago de Chile.
 
 
Sin vehículos políticos e institucionales para canalizar el descontento, la estabilidad chilena empezó a tambalear con el estancamiento económico que se acentuó en los últimos años. Hasta que cientos de miles estallaron en octubre, movilizados por el rechazo al aumento de la tarifa del metro.
La necesidad de construir un nuevo orden económico, político y social es una idea común a la mayoría de los manifestantes. No está claro cómo tiene que ser ese nuevo orden, pero redactar una nueva Constitución, enteramente democrática, parece un primer paso sensato. Una encuesta realizada por la consultora Cadem reveló que el 85% de la población está de acuerdo.
El pacto alcanzado el 15 de noviembre en el Congreso por casi todos los partidos políticos con representación implica la realización de un referéndum con dos preguntas en abril de 2020. La primera es si los ciudadanos quieren o no una nueva ley suprema. La segunda, si quieren sancionarla a través de una convención constitucional o de una convención mixta.
 

Una es la asamblea constituyente clásica, compuesta por personas elegidas exclusivamente para esa misión, en comicios universales, equiparables a los legislativos. La otra es, como su nombre lo indica, un híbrido. La mitad de los integrantes serían asambleístas elegidos de forma directa y la otra mitad serían diputados y senadores.
“Aunque la mayoría de los estudiantes de derecho descreíamos del Derecho Procesal, conviene recordar a esos profesores que siempre dicen que la forma asegura el fondo —dijo Hidalgo—. El principal cambio es procedimental y permite la legitimidad de la reforma. Una constitución discutida por una convención destinada especialmente para ese fin, sin un pie forzado, es un giro copernicano con respecto a cualquier otra constitución que se haya escrito en Chile. Los cambios serán exactamente los que la convención constituyente decida”.
De todos modos, la reforma no parece ser suficiente para contener la calle. “No basta, pero ayuda. Es un símbolo, una ilusión, una expectativa, y esto es lo que mueve a las masas, no las soluciones racionales. Ayuda también porque podría consagrar derechos amparados por el Estado, y combatir así el sentimiento de orfandad que invade a los chilenos, solos ante el mercado. Pero no basta: es necesaria una agenda social, que está avanzando aceleradamente en estos días. La suma de esto permitirá descomprimir la situación, como de hecho ha venido ocurriendo. Hoy la protesta, aunque más violenta, es más acotada, y se alimenta primordialmente de las barras bravas y la delincuencia, que se apoya en la juventud anómica recluida en las zonas marginales urbanas”, sostuvo el sociólogo Eugenio Tironi, presidente ejecutivo de la consultora Tironi, en diálogo con Infobae.
Si bien las movilizaciones perdieron densidad en las últimas semanas, continúan y con muchos episodios de violencia. De hecho, la misma encuesta de Cadem mostró que el 67% de los chilenos está a favor de que sigan las protestas.
 
 
“La nueva constitución debe ser acompañada a corto plazo por una agenda social potente, que esté a la altura de la masiva e inédita rebelión popular que la exige —dijo Bravo Vargas—. Lejos de los subsidios y medidas tibias anunciadas por el gobierno, que están muy lejos de aplacar el descontento. Pero una cuestión más profunda aún que debe garantizar esa nueva carta fundamental es la protección irrestricta de los derechos humanos y sociales a través de una decisiva participación del Estado en áreas de sensibilidad social, como salud, educación, vivienda y un sistema de pensiones solidario, que resuelva las enormes desigualdades y abusos que experimenta la sociedad chilena”.
Por otro lado, hay sectores políticos radicales que objetan el proceso de reforma. El Movimiento Democrático Popular anunció esta semana su ruptura con el Frente Amplio, la coalición de izquierda que salió tercera con 20% en las elecciones de 2017. Le recriminan su apoyo al pacto para realizar el referéndum en 2020, porque consideran que se hizo “a espaldas de los movimientos y organizaciones sociales”.
“La élite política se encuentra fuertemente desprestigiada, de manera que la población no tiene confianza en los acuerdos que suscriben entre ellos, y mucho menos en el efecto que los ulteriores cambios constitucionales puedan tener en sus vidas. Es necesario tener presente que, hasta ahora, solo han estado en discusión los mecanismos para el cambio constitucional, pero no sus contenidos”, concluyó Goicovic Donoso.

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